VUELO EN AVIÓN
POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO.
Mientras venía de regreso en el avión, miraba el cielo, siempre tan poderoso, tan inconmensurable y aferrado a existir; apegada su blancura al sol y su negrura a la luna con sus nubes tan etéreas como irreales al mismo tiempo contrastantes igual de noche que de día, como si el sol y la luna abrazaran sus siluetas espumeantes con ganas de evidenciarlas. Por un momento, bajé mi vista por la pequeña ventanilla (siendo de día aún) y pude mirar la distancia abismal que se alimenta del aire para hacerme saber lo pequeño que somos ante la inmensidad de la eternidad vuelta cielo o firmamento.
Por momentos sobre volábamos el mar, tan apacible e insondable en donde el misterio de la vida se oculta por debajo de su tenue y ondulante movimiento en una infinita coexistencia cuyo velo es su inmortal silencio, a salvo de nosotros los humanos, por suerte, y, sin embargo, al filo de la vida cuando un barco pesquero o de guerra navega sus apacibles aguas. Se llegó la noche y quise imaginarme volando entre la espesura de su negrura, en donde aquello que ves por la ventanilla en realidad es nada. Luego recordé mis escritos doctorales acerca de la “nada” y les digo que es justo allí donde está el “todo”. Así, me surgió un delirio. Estuve volando entre el aire de la noche y me asustó tanto que abrí mis ojos de inmediato para saber cuan acostumbrados estamos a valorar la vida con únicamente lo que vemos para sentirnos seguros de lo que luego llamamos “nuestra verdad”. Como si la verdad fuera un objeto material.
Se llegaba el momento de aterrizar y aquel mar del cielo cuyas olas pertenecen a cada nube danzante y efímera iba quedando cada vez más lejos y la planicie geográfica venía con una gran rapidez hacia mí. Poco a poco lo difuso se iba perfilando con una nitidez tal que lo único que lograba era asentarme en la realidad de la vida a la cual pertenecemos los seres humanos. Una, natural y generosa cuya diversidad es en su totalidad Dios mismo: árboles, arbustos, ríos, mares, flores, peces, crustáceos, aves, mamíferos, reptiles y nosotros. Y por el otro, una cuadrícula de cosas que llamamos ciudad. Entre sus parcelas artificiales se encuentra a la espera un espejo gris de asfalto esclavizado al fuselaje que pronto caerá como bala de fuerza despiadada y una velocidad a punto de contenerse para hacer alto total.
Ahora, desciendo por la escalinata del avión y la gravedad es más vigorosa cuando entre mis manos llevo un equipaje de 10 y de 5 kilos, lo permitido para no pagar las tarifas despiadadas que ya son parte de la egoísta humanidad. Se terminó el viaje, he llegado a tierra para continuar con mi vida terrenal…