POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO
Hace mucho que estoy triste. No, hace mucho que me siento triste. No, hace mucho siento tristeza. No, hace mucho estoy triste. Quisiera saber cuál afirmación se acerca más a mi realidad. Y es que no es un eufemismo lo que expreso, ni lo que siento ni lo que pienso; es simplemente una exhalación; un cúmulo de aullidos evaporados cuando cada tiempo insoslayable a mi desventurada agonía se transforma en estaciones.
Tal vez, la primavera me ofrece amarguras llenas de colores y matices para que mis lagrimeos dancen tenaces por los florecidos parajes de mis oxidadas angustias. En mi horizonte mis pensamientos flotan por el aire confundiéndose con cada mariposa burlona que se sabe más bella y ligera.
Luego el estiaje de mis mareas implora que cese la danza, entonces el verano de cada lagrimeo me transforma en tormenta sedienta de huracanes para inundarme de aguas en donde navego sin saber nadar. Mis brazos se extienden hasta alcanzar el infinito donde encallan los perpetuos silencios fantasmales que gustan gritarme al oído cuán doloroso es mi sonrisa retorcida.
Los labios del azogue quimérico de mi ocaso balbucean apenas un par de rezos y la puesta del sol me mira de fijo hasta enceguecer cualquier intento de inspiración. El color púrpura del firmamento me baña para cubrirse de un manto que me recuerda cómo algún día un Dios me habitó desangrando mi ira para después inmisericorde abandonarme en esta isla al saberme sola entre mis huesos. Mientras el otoñal viento me abruma hasta tumbarme sobre la hojarasca moribunda.
Así el oscuro cielo de mis pupilas se confunde con el insondable universo en donde cada vía láctea me da beber de su néctar apiadándose de mi afligida locura. Porque el sudoroso invierno se muestra nervioso ante Brahmā cuando sus brazos compasivos rodean mi totalidad para calmar el frío que me agota.
Es el tiempo el que me abruma, me supera, me invade, me viste de su inexorable tristeza eterna. Mi vestido se hace jirones para contar con cada pedazo arrancado por el viento el segundo que sigue al otro y luego el otro hasta tejer una eternidad que no pretende detenerse.
No hay cansancio parecido al mío. El corazón del tiempo no se agota, sus pálpitos salpican el cielo hasta cubrirlo de estrellas, la más brillante quizá sea la esperanza que algún día baje y se pose sobre mi respiración para devolverme el aliento. Siento y pienso que la tristeza es una dama muy distinguida. Unas veces se abriga, otras se decora el rostro con una diadema de flores; unas veces más salta sobre la calle encharcada y unas más sabe que el ocaso deshojó su diadema y todo volverá a comenzar cuando llegue el invierno.