TAJAMAR Y SUS MALECONES la cita…

POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO

Espero desde hace diez minutos impaciente en una de las bancas blanquecinas del malecón Tajamar. Aquí nos citamos. Tenía meses de no saber de él. La última vez que me dejó, me había cambiado por su libertad, por esa que no conoce más fronteras que las de la voluntad intrínsecamente personal, donde no hay cabida para alguien que pueda entorpecer los pasos del libre andar. 

Contemplaba, en trance, la eternidad del océano incansable mientras imaginaba su rostro transparente mirándome fundido en el fondo de un mar mudo y a la vez rítmicamente ensoñador. Casi alcanzaba a escuchar su callada voz, aquella que me enamoró en tiempos cercanamente pasados que todavía me permitían seguir percibiendo su aroma haciendo el amor a mi aliento desnudo de mí. Su respiración se había transformado en mi reloj, cada tic tac me recordaba lo viva que me sentía, paralizaba mi envejecimiento tal si fuera un elixir de juventud. 

Saltábamos descalzos sobre la arena huidiza de nuestras huellas; como si fuese una especie de presagio que marcaría la eterna distancia que en adelante nos distinguiría. Y, sin embargo, hoy lo vería de nuevo, aquí en la solemnidad de esta plaza olor a mar y a manglar. Huelo sus pasos como si fuera una hembra en celo. Sí, es él. Trae un sombrero yucateco y una camisa de gasa blanca; sus lentes negros no me dejan ver su mirada, pero la intuyo. Me sonríe. He vuelto a tener frente a mí esos dientes chuecos que tantas veces chocaron con los míos. No importaba cuando ni donde, él se había impregnado en mí como la arena blanca se pega a la piel. 

– ¡Hola!, ¿cómo estás? -bien, muy bien, he estado muy bien- parecía que mi respuesta reiterativa profetizaba aquello que no quería que pasara. No era lo mismo. Era otro mimetizado en la dureza del concreto gris y apagado de cada banca silente. La pasión se había escapado como bocanada de cocodrilo a punto de devorarse a su presa hasta despedazarla en su interior para dejarla irreconocible. 

Así resultó hoy aquello que fue un día todo un manjar a la vista envidiosa de los transeúntes ante los enamorados amantes. El amor había sido digerido por la voracidad de la pasión sin límite, la que te roba el aliento hasta el desfallecimiento que rompe el ritmo de las olas que llegan moribundas a la orilla de una playa ciega. Fue un encuentro rápido, no hubo nada que decir ni con palabras ni con los labios ni con la piel de cada uno. Nuestros sentidos decidieron apagar el fuego dejando las cenizas sobre el acristalado horizonte azul turquesa. 

Ahora camino acompañada con la soledad, dejando cada banca idéntica detrás de mí; mi reloj marca segundos más lentos, cada paso un segundo y cada banca una eternidad. Iré de compras a la Plaza, es otro tipo de Malecón…

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