Su destino era vivir en la calle…
Por Isabel Rosas Martín del Campo
Una noche recostada en la cama, escuché en la planta baja de mi casa unos maullidos. No eran de mis gatúbelos adultos. Este sonido era agudo e intenso como queriendo lograr que su madre alcanzara a escuchar su llanto desolado. Bajé cual resorte. Ya sabía que venía en camino un pequeño felino abandonado que se había refugiado en el motor de la camioneta de la oficina. “Vako” le puse, me recordaba a un becerro de vaca Holstein. Era asustadizo y temeroso. Prácticamente un saquito de huesos envolvía su frágil y débil cuerpecito. Lo metí a una caja de cartón, con un cojín pero, antes, le di leche con un trapito empapado. Se veía hambriento, yo creo que no había comido en días. Se terminó toda la leche sin reparo alguno. Sus huesos se entremetían en mis dedos.
Debía bañarlo con agua tibia. Apenas lo sumergí en la pila con agua del lavadero, se calmó, era como si el agua tibia lo acariciara. Se dejó bañar como un bebé. Luego lo llevé a su cajita y se quedó dormido. Bastó tan solo una noche para que las alimañas que se incubaban en su piel patonas llenas de sangre invadían su pelaje tal si fuera campo de batalla. Más de una hora me llevó quitarle una por una. Lo llevé a mi estudio fuera de mi casa y allí decidí dejarlo para no tenerlo encerrado en un baño solitario y frío. Comenzó a salir de su escondite y más temerario, de pronto, lo sentí escalar por mis tobillos hasta posarse en mis piernas cruzadas y luego encima de mi muñeca sin importarle cuánto la moviese por el mouse de mi computadora. Tal vez quería hacerme saber que no quería que lo abandonara.
Luego gustaba de jugar con unos audífonos pendiendo de un clavo sobre mi escritorio. Vako comenzaba a recobrar un poco de confianza. Mis gatúbelos se mantenían distantes, tal vez sabían que no debían interferir. Luego de dos semanas decidí que ya era momento de que Vako formara parte de toda la familia. Así lo lleve a la casa grande y sin más mis gatúbelos lo aceptaron. La principal muestra fue el acicalado que le hacía Cleo y los empujones toscos de Horus. No obstante, su mirada seguía siendo triste. Le gustaba buscarse y sentarse sobre mí. No importando nada iba y gustoso me miraba para hacerlo. Comenzó a ganar peso, le puse, entonces una pulsera de collar color lila. Vako era especial, casi ningún gato te busca con el ahínco con el que él lo hacía. Cada mañana me sorprendía jugando con el bulto que hacían mis pies debajo de la sábana.
Hasta que un día no volvimos a verlo. Lo buscamos por cada rincón de la casa ¡Vakooo! Salimos y caminamos cuadras enteras con la esperanza de escuchar su maullido. Tal parece que su destino era el de vivir en la calle. Desde entonces lo extraño cada día deseando se encuentre bien mi querido y pequeño gato Vako. Si alguien lo ha visto, tiene una pequeña mancha oscura en su nariz. Parece un gatito sentado por detrás.