POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO
Hemos perdido el gusto de caminar entre las calles. Saborear su menú de circunstancias, ya que, a donde viremos el rostro podemos encontrarnos ante la insospechada sorpresa del infortunio o del festejo insólitos. Como me ocurrió esta mañana. Había dejado mi auto estacionado entre las calles de una vieja colonia; ¿cómo puedo saber su edad? Si no por las grandes frondas de cada árbol de grueso tronco, banquetas rotas de cuyas grietas salen asfixiadas sus raíces resilientes.
Así, justo a la sombra de uno de ellos se resguardaba una pareja joven. Quizá más que resguardarse del sol, intentaban ocultar su pena. Ella era una chica bajita y muy delgada, frágil a la vista; él era un joven muy alto, rudo, sus brazos mostraban la huella de un gimnasio rutinario. Sin embargo, pude darme cuenta conforme iba acercándome de que la mirada de ella era explosiva. De sus pupilas saltaban puñales de odio y coraje. Sus dedos torcidos agarrotaban sus manos. Sus piernas estaban clavadas al concreto como si fuesen dos fuertes pilares que no desean moverse para demostrar su fuerza, su decisión. El tono de su voz apenas salía de sus labios apretados. No, no se trataba de un susurro sino de ese tipo de voz que salpica saliva entre las rendijas de cada diente. Como un bufido que se acompaña de la respiración y de la mirada lasciva.
Es imposible que ante este espectáculo mis ojos no quedaran atónitos. Su diminuta y grácil figura era una total contradicción ante sus evidentes ademanes de furia. Tampoco pude evitar caminar despacio; quería saber más y decidí hacerlo más lento, pasar inadvertida. Luego miré al chico, al joven robusto con una actitud sobrecogida. Uno de sus brazos se recargaba en el tronco del árbol. Parecía más bien que el tronco se compadecía de su emoción y lo sostenía para no dejarlo caer. Su mirada estaba clavada en las raíces del árbol mientras escuchaba sumiso cada reclamo. Me preguntaba qué habría hecho para provocar en la chica tanto furor. De vez en vez viraba su mirada para asegurarse de que no hubiese nadie mirándolos. En ese gesto pude percatarme de que lloraba. Sus ojos eran como dos soles en el ocaso: rojos y brillantes.
No debía continuar caminando tan lento, pues se iba a llegar el momento de pasar al lado exacto de ellos. Cuando esto sucedió pude alcanzar a escuchar que la chica le decía: “necesito que me des más dinero y haber de donde lo sacas y cuidado y le digas algo a mi mamá”. No sé si mis ojos o mis oídos se quedaron atónitos o cuál de mis sentidos saltó primero. Sobre todo, cuando escuché la respuesta de él. “Por eso estás así, deja de meterte esas cosas, mírate estás tan flaca que pareces ya una flauta, vas a matar a mi mamá de un coraje”.
Continué mi paso con prisa, mi imaginación romántica se había quedado corta. No se trataba de una riña amorosa entre dos amantes ¿O sí? Hoy la gente está enamorada más que de humanos de cosas, de vicios y de fatuidades. ¡Qué desilusión!