Por Isabel Rosas Martín del Campo
Espero a mi adolescente golfista entrenar sentada en esta banca bañada por el fulgor del poniente mientras escribo este dictado silencioso que me regala natura. Desde aquí contemplo el horizontal césped extendido hasta el final de donde mi vista alcanza. Su radiante piel verdina me recordó los aterciopelados telares que visten los ventanales de las casonas que rinden tributo al vacío del horizonte.
La libertad que se respira en este lugar es tan semejante a la trayectoria que dibuja la diminuta bola de acero cuando vuela por la nada de todo aquello que se encuentra entre la tierra y las nubes. Ráfagas que suenan como suspiros involuntarios miden su fuerza a través de la distancia que todos quieren superar.
Cada montículo, sendero y metas han sido cuidadosamente planeados, pero, la nobleza de la naturaleza callada regala sus mejores vestuarios. Extensos telares de todas texturas cespedinas visten cada planicie cuál modelo de vanguardia y en tendencia. Traslado mi vista al ocaso que nos regala sus faros de luz bañando de tonalidades brillantes la esbelteza del lugar.
Es como si flotara la superficie de tan ligera que se siente. Porque se siente, sí, por el viento, por la brisa, por el sol, por la lejanía del azul y por la cercanía del golpe metálico que lanzará al proyectil que confirma mis sensaciones envidiosas de no poder volar por el aire y por tener que conformarme de estar aquí en esta banca o de, al contrario, maravillarme de la riqueza paisajista que se admira sin saberlo.
Veo la arquitectura de concreto a mi derecha, es la casa club, dónde esperamos al golfista al tiempo que se desplaza afuera en un recorrido de 18 hoyos. Donde el cansancio no es un personaje protagónico. Es el reto constante aquí lo que predomina; el tino calculado mentalmente será la cúspide y el premio justo el interior de una pequeña entrada cilíndrica enterrada a dónde la bola habrá de encontrar su triunfo.
Cada edificación que acompaña la silenciosa superficie verde es una marca de elegancia. Una que no le queda más que subyacer a la grandiosa e ineluctable naturaleza que sostiene majestuosa los combates diarios de todos sus golfistas. Pensadores silentes.
Esto ha pasado por mi mente mientras los bastones de hierro en manos de mi hijo relinchan como caballos agotados de golpear las esféricas ráfagas de mutismo subyacente a la disciplina impuesta por llegar a la banderilla colocada como un escudo épico medieval.
“¡Mira mamá, que rítmico es el golf!” Me dice mientras coloca su swing perfecto y curvilíneo: sus pies paralelos, su espalda ligeramente doblada, sus manos como queriéndose tocar, una rodeando el mango y la otra dirigiendo la trayectoria. Y, de pronto, ¡Fuaaa! Sale el disparo casi invisible pero alentador como si fuese un ave con poderes sobrenaturales.
Una marca 50, otra marca 75, otra marca 100 hasta las codiciadas y anhelantes 250 yardas. La inalcanzable, la que elige sólo a aquellos cuya constancia es parte inherente a sus sueños por diferenciarse del resto de caballeros épicos, cuyas lanzas y armaduras han sido transformadas en pesados sacos con bastones de hierro.