- Por Isabel Rosas Martín Del Campo
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A qué aglomeraciones acude hoy la gente, ni siquiera la experiencia de un cine es como antes. Cierto velo de desolación percibe el espacio acongojado en su interior y en su exterior. Las mitades de rostros caminantes vagan de un lado a otro intentando ser descubierta la sonrisa aprisionada entre el vaho cálido y el ahogo insatisfecho. Las mesas dispuestas de cada restaurante se presumen con cierta frivolidad ante aquellas que han sido despojadas del servicio al comensal. Cómo si cumpliesen una injusta condena han sido marcadas con cruces amarillas; me recuerdan la estrella judía de color amarillo, estigma de discriminación. Así hoy el mobiliario se discrimina justo al lado del elegido.
El del autobús, el del aeropuerto, el de la sala de espera, el del cine, el de las escuelas; me pregunto qué sentirán, si acaso se pensarán inservibles, si guardan la esperanza a que pronto volverán a ser parte de todo y la marca inhumana desaparecerá. Pienso esto, mientras manejo rumbo a la primera aglomeración a la que he sido invitada obligatoriamente. Estoy llegando al lugar indicado, no hay un espacio más para dejar mi auto. Tendré que caminar. Me encuentro entre largos cordones de esperanza humana formados silenciosamente al rayo del sol como testigo. No nos importa el tiempo, ni el hambre, ni el calor, ni la lluvia si con esto sabemos que pronto podremos reconocernos a través de un rostro entero y renaciente.
He platicado con la mujer de al lado, es tímida pero alegre, aunque no veo su cara la intuyo, porque reconozco el sonido de la voz de su sonrisa y la chispa en sus pupilas. Me he traído un banco para sentarme y un libro: El Marqués de Sade. Que diría la gente si me pusiese a contarles que la historia aquí descrita está llena de erotismo y sexualidad uno que, curiosamente también se da a través de cadenas humanas todas ensambladas y gimientes. Entonces he pensado en cómo la lejanía de las personas se ha transformado en costumbres e ideas rutinarias que cada vez más rompen el eslabón de la empatía, del amor, del erotismo; quizá prevaleciendo la sexualidad que no necesariamente acerca al amor sino a la proclamación de la libertad. Un concepto que se pierde en el horizonte de la indiferencia existencial.
He notado, mientras leo, una mirada clavada en mí, volteo de inmediato justo al blanco, es un hombre supongo, más o menos de mi edad, pues la consigna de esta aglomeración es que todos nos encontremos en un mismo rango de años. Podría imaginar que tras los ojos cínicos que me miran podría encontrarse un rostro apuesto, pero cómo saberlo. Una distancia de varios metros no me ayuda a provocar a que esa mirada dejara de serlo para transformarse en una conversación de seducción. Aunque, estoy segura, si las circunstancias fueran otras saldría huyendo. Mientras reflexiono en esto, me pregunto cuántas oportunidades en todas las personas que buscan un ser con quien compartir algo más que una lejana mirada, han sido extraviadas en la distancia impuesta a todos. Y donde quizá la sensación de peligro es más fuerte que el instinto primitivo de las conquistas a la usanza de la modernidad. La amistad erótica sin compromiso o, la promisoria oportunidad de iniciar una romántica historia decimonónica.
Vuelvo a mi lectura que promete más que una historia fallida construida en mi mente, seguramente instruida por el peligroso y pervertido Sade. La hilera humana cada vez se acorta más para llegar al punto culminante de esta interesante aglomeración donde todos parecemos inocentes conejillos de laboratorio. Mañana será diferente, seré invencible y sobreviviré, todavía queda mucho camino por andar y será con el rostro descubierto para sonreírnos todos.