Por Isabel Rosas Martín del Campo.
La gente sólo es gente, decía la tía Matilde cuando le platicábamos la indiferencia prevaleciente que acusaba a cada transeúnte de la tan defendida Plaza de la Reforma. Sentadas en la jardinera esperábamos a la prima Jacinta salir de hacer sus trámites en la oficina de tesorería. Mientras, mirábamos todo acontecer ignorando al tiempo que, en otras circunstancias, se sentaría a nuestro lado para decirnos al oído lo lento de cada segundo.
A nuestra espalda la fuente de los niños meones luce desolada, parece que cada niño ha crecido y huido al mismo tiempo. Si mi memoria no me falla, en la fuente habitaban más chiquillos salpicados por el incansable chorro de agua que hoy ha sucumbido ante la desesperanza de sus niños perdidos. Quizás el viento pueda consolar su lastimoso llanto.
Entre tanto, la tía Matilde, nos pide que miremos aquél puesto de chicharrones esperanzado a que el antojo de cada caminante mire de reojo la botella de salsa que cubrirá la superficie de cada fritura. “Miren”-nos dice- “Llevamos más de una hora, han pasado frente al banquete de frituras más de veinte personas y ninguna lo ha mirado ni de reojo”. Tal vez hoy no será un buen día para el chicharronero, pensé. Y entonces, recordé la fría frase de mi tía y miré con detenimiento a cada persona: señoras, niños, señores, jóvenes, todos pasaban en todos los sentidos sabiendo a dónde dirigirse, como si supieran su destino y su futuro y olvidan su pasado con cada zancada rápida unas y lentas otras.
Me pareció escuchar una música de fondo navegando por el aire; era la melodía del bullicio, la orquesta del vacío que involucra el ruido del motor, las voces de algunos, los silencios de todos, los ladridos desesperados y los llantos de los desahuciados; aquellos que no saben que hay un futuro para cada gente de fe en lo que sea. Fe en su talento, en su santo, en su Dios, en sus hijos, en su conocimiento, en su seguridad personal. Mientras que el vagabundo aquél lo ha perdido todo, según yo. Tal vez tenga más riqueza que cualquiera de toda la gente que pasa caminando por aquí con una meta consciente.
Ha tenido la valentía de despojarse de todo. Vive desnudo de prejuicios, de vicios por el dinero y de la imperiosa necesidad de poseer algo. Su cuerpo lo cubren los harapos como una marca personal que ya no exige perfumes, jabón ni ropa de moda, planchada y aromatizada. Sus pies no requieren ser envueltos del zapato negro, café o deportivo según la ocasión. Creo que comienzo a envidiar su férrea decisión de olvidarse a sí mismo para vivir únicamente el día con el tipo de libertad que nadie ansía. Esa que te acerca a la nada y al todo de la existencia. A donde el frío es frío y el calor es calor; el hambre es hambre y la soledad es soledad.
De pronto, la carcajada de unos jóvenes rompe mi cavilación, son todo lo contrario a la etérea imagen del indigente. Rompen el silencio y aparece el ruido, el aroma indeseado del humo de sus cigarros y la música claustrofóbica de sus celulares se escapa agonizante como si quisiera huir de su cautiverio. Su libertad es de otro tipo. No conocen el hambre, ni la soledad ni los cambios de temperatura de sus oscilantes cuerpos porque comen sin hambre y beben sin sed. No lo supongo, lo veo, las frituras de empaques vivos y las bebidas gaseosas no necesariamente se ingieren por inanición. Y lo digo también por mí, cuando me compro mis chocolates para saciar la gula que me representan.
Ya viene mi prima Jacinta, el tiempo ha sido corto. Es verdad… la gente sólo es gente. Mañana a lo mejor logremos ser algo más que lo que somos ahora y sabremos encontrarnos con menor indiferencia.