Ensoñación

Sabía que por fin le encontraría; lo pensé segundos después de descubrir sus ojos invadiendo los míos. Ellos me miraron, no me buscaron, porque no se trata de buscar sino de encontrar. Todo él me trasvasó. Sentí esa pulsación directa a mi amígdala. Es como si lo estuviera esperando de toda la vida. 

Salía de la farmacia con algo de prisa cuando abrió la puerta una mano morena que me dejó ver el puño de algodón en color beige rodeando su muñeca. Miré en cuestión de segundos al piso; sus relucientes mocasines me obligaron a buscar su rostro. Su aroma vagó hasta mí, es como si el aire hubiese querido ser un cómplice de mi apetencia. Al estirar mi mano para sostener la puerta nos detuvimos; él, por segundos, no supo si debía continuar entrando y yo, no supe si debía continuar saliendo. Pero tampoco quería hacerlo y yo creo que él igual. Nos miramos y por primera vez no obligué a mis ojos a disimular. Ellos querían de igual forma encontrarse navegando en sus pupilas oscuras para presumir el verdor de las mías. 

Y de pronto, me vi sujeta a su insistencia, no dejaba de dirigirse a mí. Aún no habíamos expresado una sola palabra y, sin embargo, nuestra conversación fluía como un río que desea perder su cauce para explorar otras venas que lo hagan disipar el aburrimiento de su correr diario. La misma dirección, el mismo ruido, la misma fuerza. La rutina de nuestros cauces estaba pendiendo de un hilo, más la orquesta sinfónica de nuestras respiraciones tenía una predilección por el timbal. Pues cada golpeteo era una exploración que nos paralizaba. Ninguno sabía qué hacer, nuestros labios se habían congelado en una sonrisa que no deseaba desaparecer. El sudor de cada uno comenzaba a ponerse al descubierto, pues las mejillas eran el reflejo de la sangre trasminada por los poros que enloquecidos intentaban detener el flujo sanguíneo de nuestro organismo.

El silencio de la atmósfera comenzó a ser incómodo para los mirones. Parecía un cinemascope en tiempo real. El murmullo envidioso de los presentes pretendía sacarnos de nuestro letargo. La puerta continuaba al amparo de nosotros. Estábamos paralizados en un trance que había tenido que esperar muchos hallazgos fallidos. Esta vez era él y yo era ella. Mi mano sostenía la fragilidad de mi cuerpo a punto de perder el equilibrio, recargada en el mostrador no deseaba moverme de allí o le perdería. Mi serendipia por fin cobraba vida. Su saco, su cinturón, su pantalón eran un campo semántico de pulcritud y estilo. Pero su rostro era un imperio de energía y feromonas trasminándose por mi piel entera. 

Quizá mañana regrese a comprar mi ansiolítico y pueda volver a encontrarme con él y decidamos hablarnos para conocer el sonido de nuestra conversación en pausa. 

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