Por Isabel Rosas Martín del Campo
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Sigo, en cambio, meneando mis caderas, ceñidas a mis jeans desgastados, dándole la espalda a aquel hombre, para que me mire el trasero. No porque me interese su juicio, sino porque sé que con ello seré cruel. Hay muchísima gente en este parque, su música orquestal suena a griterías de chiquillos, a ladridos de perros callejeros y a perros pedigrís, quienes andan tras sus amarras queriendo olisquearle los rabos a los libertarios y pulguientos perros callejeros.
He terminado mi raspado de piña, recordé al viejo seductor y viré para encontrar mi mirada con la de él. Pero ya no está, alzo mis hombros con indiferencia, mi divertimento pervertido ya no tuvo segundo capítulo. Me siento en la misma banca y miro hacia todos lados. Mucha gente de colores revolotea a mi alrededor y yo deseo encontrarme con una nueva aventura. Cuando se atraviesa ante mí una mujer entrada en la madurez de los cincuenta años queriendo parecer de, por lo menos, diez menos. Su escote es tan grande que cabría allí el recipiente de mi raspado. Sus senos son prominentes, y sus muslos delgados como popote; me llama la atención su vestido, es morado como el color de mis uñas. Se sienta junto a mí, enciende un cigarro y me mira de reojo, su perfume es escandaloso, le esbozo una sonrisa forzosa. Me pregunta la hora, la noto ansiosa, mi curiosidad es indecente, así que decido preguntarle si espera a alguien. —Sí, preciosa, espero a alguien, pero no lo veo aún, lo reconozco por su mirada.
Su boca sonriente de dientes amarillentos fue contundente con su respuesta. La miré fijamente como queriendo entrar en ella para comprenderla. Por un segundo sentí que su libertad no era igual a la mía. Ella podía darse el lujo de esperar a alguien sin conocer su nombre siquiera y sin haberlo visto nunca. Creo que desee su libertad, su voluntariosa ingenuidad como mejor actitud para pensar que en cualquier momento llegaría aquel hombre y que con sólo mirarla la reconocería. Así se escucha tan romántico, que olvido que ese encuentro, sólo será una transacción de voluntades carnales y comerciales.
Me despedí de ella sonriendo. Sólo me contestó con un gesto, como si hubiera adivinado mis pensamientos. Caminé ida, pensando en el viejo seductor, si tan solo le hubiera regalado una simple mueca. Me di lástima. Una sonrisa puede ser la diferencia en el día de alguien. Cuántas veces he caminado entre la gente y todos pasamos entre todos sin siquiera voltearnos a ver, para preguntarnos la hora. Acto seguido, hice mis hombros hacia atrás y solté mis manos, comencé a sonreír a todos, la gente me miraba con extrañeza, el bebé de la carriola me regaló una gran sonrisa, con burbujas y todo.
Los novios me devolvieron su felicidad, las viejecitas de faldas floreadas me miraron tan alentadoras que una de ellas se me acercó, tomó mis mejillas entre sus manos y me dijo: “mi niña, qué alegre que eres” y se siguió con las demás que, a su vez, asintieron su gesto amistoso, ¡adiós, les dije, cuídense mucho! Vaya qué resultados da andar regalando sonrisas por allí. Regresé a la banca, la señora del vestido rojo ya no estaba, sólo vi un cigarro apachurrado en la orilla del asiento de concreto.
Volví mi vista y me sentí desolada, se habían ido todos, la música de la gente, los perros, las viejecitas, el bebé de la carriola, los novios, el viejo seductor. Me toqué el rostro porque aún sentía las palmas de la señora cariñosa pero… Sobresaltada me puse de pie, mi sonrisa estaba cubierta; un cubrebocas azul ocultaba la mitad de mi rostro. Me había quedado dormida. Tomé mi bolso y seguí caminando, por el vacío y desolado parque sin sonreír…