El santuario de los nudos
Le Flaneur
Por ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO
¿Qué se entiende cuando de desatar nudos se trata?
De pronto, he recordado a aquella mujer que nos ayudaba con el servicio y tenía un hijo de tres años; le enseñaba a atarse las agujetas de sus botitas blancas, pero, él no podía aprender, no comprendía la importancia de atar y desatar sus propios nudos. Quizá porque para los niños los problemas no son “nudos mentales” son simplemente cosas sin sentido. ¿Qué sabría un niño de la importancia de aprender a atarse las agujetas? De esto hace ya muchos años de andar por la vida. Era yo una niña, tenía seis años y no recuerdo si yo sí sabía atar y desatar los nudos de mis zapatos.
Hoy a tantos años de distancia me adentro al camino empedrado de este santuario, sintiendo cada detalle con el que me hallo. Para empezar, fui recibida como si fuese la mujer más importante de la ciudad, o de la vida, o de entre todas las personas con las que a diario convivo. Apenas crucé por la amabilidad del acceso al recinto y me cruce con el gentil silencio, fue tan amable que me permitió escuchar el acorde de mis pisadas. Comenzó a conversar conmigo la naturaleza que se extendía a mi paso, como si yo fuese merecedora de una alfombra que, en vez de ser roja, me implicaba en un mundo etéreo, vacío de lo mundano de la rutina citadina. Aquí se ofrecía una estadía donde el ritual me invitaba a escuchar las canciones del viento, o las de la brisa que prodigiosamente dirigía la orquesta compuesta por las ramas, la hojarasca, las chachalacas o las ardillas. Incluso el eco de las lagartijas o las iguanas.
El crujido de mis pasos me dejaba sentir las piedras aglutinadas para ofrecerme un sendero fractal, logrando en mi mente cierta vaguedad desfragmentada; sacar de mi interior a mi alma, a mi espíritu y a mi habitante oculto tras de mi osamenta corporal. De pronto, sentí un nudo en mi garganta y luego otro; la habitación de mi mente racional trató de ganarle terreno a la emoción de mi nudo instalado con dolor dentro de mi cuello. Seguí caminando, miré mis zapatos y, curiosamente me percaté de que mis pies también transportaban un par de nudos blancos (recordé las agujetas de aquél niño decoradas con gotas de su propia sangre y de su llanto penetrante). Acaso era una especie de alegoría que me invitaba a entender por qué el lugar estaba literalmente atestado de nudos blancos guindados en lianas. Muchos eran los que invadían la desnudez de la naturaleza que imperiosa trataba de soportar todos esos nudos atados a la esbeltez de cada árbol callado ante el espectáculo mudo que le suponía el sacrificio del peso más denso. Coexistían forzadamente, miles de nudos cuyos contenidos dejaban leer la esperanza y deseos de los feligreses acongojados… Quizá, también sus pecados.
Finalmente supe que estaba yo en el Templo de la “Virgen desatadora de nudos”. Tuve miedo, desolación y coraje. El hombre es y será siempre un ser que deja pendidos sus nudos mentales en otros en vez de aprender a desatarlos en su propia garganta, con sus propios pies y dentro de su propia mente. Salí del lugar sintiendo la necesidad de regresar y quitar todos aquellos seres extraños e invasores de una naturaleza que por definición es el cuerpo entero de Dios.