Le Flâneur

LA BANQUETA Y LA MUJER

 

POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO

Le Flaneur

 

¿Qué hacía allí esa mujer? Desfigurada sobre la orilla de una banqueta que agonizaba tal cual ella. Se miraban quebradas, raídas por la indiferencia y la rudeza de la realidad. Como si no fuesen importantes para nadie, como si no existiesen a pesar de su existencia. La guarnición amarilla no cumplía su cometido de protegerla. Ni siquiera le era suficiente su apesadumbrado y ensuciado amarillo. La alegría de este color brillaba por su ausencia para ambas. Era como si cada una, en ese momento se necesitaran más que nunca. Y, sin embargo, ninguna lo sabía. 

La dureza del concreto y la dureza del dolor de cada una era un grito de auxilio. Una agonía perpetua atrapada en unos minutos de tanta soledad e indiferencia por cada transeúnte. Yo no sabía qué hacer. Si me acercaba a darle consuelo y me rechazaba por entrometerme en la estadía punzante que la colmaba de silencio y, al mismo tiempo, de un ruido estruendoso dentro de su alma. Se notaba su ríspida conversación interna, miraba de un lado hacia el otro como si no reconociese a ninguno. La silente banqueta la sostenía quizá agradecida de por primera vez tener a cuestas a alguien como ella. Sufriendo, llorando, pensando en el por qué no se tiene siempre el control de la vida o de la existencia.

La banqueta recordaba cuando era nueva y en consecuencia novedad. Lograba escuchar la risa de las personas por tener su banqueta: una guarnición alegre que los protegería en adelante. Pero, el amarillo poco a poco fue perdiendo su brillo y su lozanía. Las marcas de la vida se fueron apoderando de cada borde. Grietas, suciedad, excremento, orines, choques, la fueron demacrando, hasta que su apariencia fue normal para todos.

¿Así es una banqueta? Entonces así debo de ser yo para parecerlo. Es como si la resignación perenne fuera su motivación diaria. Jamás sabría cuándo llegaría su muerte. Cuando, de pronto, un trascabo la derrumbaría sin piedad y sin agradecimiento. Para no quedar de ella nada. Quizá en alguna foto, alguien, alguna vez, mencionará su existencia. Era una esperanza que le daba aliento.

De pronto, salí de mi ensimismamiento, la mujer aquella me miró, sentí su mirada pidiendo ayuda sin decirlo. Me animé, y fui hacia ella. ¿Puedo ayudarte? “¡Sí!”, me respondió. “Estoy perdida, podrías decirme cómo se llama esta colonia. Caminé cuadras enteras y perdí el rumbo, ahora no sé cómo regresar a mi lugar”.

¿De qué dudaba realmente ella? Perdida estaba, pero de su espíritu. Había perdido el rumbo que da sentido a la vida para vivirla con propósito. Regresar al lugar seguro, no es tan fácil. Se requiere conocer la oscuridad para reconocer y descubrir el resquicio de luz que siempre está allí a la espera de ser descubierto. La encaminé y le di consuelo. La vida se trata de eso, volver siempre a retomar el rumbo es la consigna. 

DEDICADO A CADA MUJER ABANDONADA

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