Le Flâneur

LA BELLEZA ENVI-DIOSA NO SABE DE AMORES

POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO

Hace tiempo que camina La Vida sola siguiendo sus pasos o sus pasos la siguen mancebos a su tristeza. Ella era toda sonrisa, cada que sonreía aves brotaban de su alegría. Su vaporoso candor la concebía más atractiva que bella. Su belleza, de hecho, envidiaba lo atractivo de su dulzura, en cambio se tornaba vanidosa e incontrolable.

Fue su perdición, cada amante embelezado se rendía ante ese rostro y ese cuerpo curados por Dios mismo. La alegría de su mirada, la melodía de su sonrisa y la cadencia de su caminar dejaban estelas que despertaban un amor y una pasión inevitables. Pero, la envidia de la belleza la traicionaba, esta se encargaba de desterrar todo aquello que opacara su poder, sus embestidas de seducción innecesaria. Hasta que sus ojos y sus labios eran invadidos de mares y tormentas, las aves que antes revoloteaban sobre su rostro se ensombrecía hasta regresar al nido empapadas por la lluvia de unos ojos cansados de aguantar la insolencia de su vanidad.

En una ocasión un hombre llegó a su vida, lleno de savia, sus manos eran pétalos sobre su piel, sus labios, sus ademanes declamaban poesía. Cada horizonte de su piel fue cubierto con palabras que enjugaban los rincones más profundos de sus cuerpos a punto de exhalar la pasión que los adueñaba el uno del otro. Al amanecer y mirarse al espejo recordaba el exilio de su belleza quien velaba envidiosa el lecho amante a donde no era invitada cada noche. Y un día, a voluntad el rostro, su rostro en silencio, pero con los ojos como dagas punzantes y los labios apretados como hierros, lo miraron, mientras él aún yacente en el tálamo que los abrazó hasta hacerlos uno, enmudeció. Sintió su odio sin comprender, un dolor que apagaba la luz recién naciente de su mirada enamorada se clavaba en todo él. 

Apenas le dio tiempo de salir, pues el silencio se transformó en ruido, sus labios antes de terciopelo eran lijas de acero, frías y distantes. ¡vete!, le ordenó. Al llegar la noche la oscuridad nuevamente exilió a su belleza y ella se reconoció sola, el lecho vacío de él era un adagio que la penetraba hasta el hastío. Sin pensarlo corrió, tomó un cuchillo y se cruzó el rostro. Por fin se había desecho de la belleza. Días después lo vio y su mirada recuperó la luz y de sus labios brotó la alegría, él no la reconoció y se fue. Desde entonces ella camina la vida sólo siguiendo sus pasos o sus pasos la siguen mancebos a su tristeza

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